sábado, diciembre 10, 2005

Otro cuento de hadas

Por Maín Suaza

La excenicienta se cansó de caminar por el castillo con sus zapatillas de cristal tornasolado adornado con pedrería. Para ir de sus habitaciones privadas hasta el inmenso comedor donde comía, tenia que oir tres mil veces un tintineo monótono que le crispaba los nervios y la enloquecía. Tres mil tintineos tres veces al día. Tres mil tintineos tres veces al día, trescientos sesenta y cinco días. Lo peor era el miedo a que en el momento menos pensado por un movimiento involuntario, una distracción, un objeto atravesado, un piso liso, el desgaste por el uso, etc., se quebraran sus zapatillas y ahí si la cosa se pondría complicada ya que los pies era lo único que tenía para correr hasta la puerta y salir corriendo sin mirar ni para atrás ni para arriba.

Porque se aburría. Todas las paredes del castillo estaban pintadas de azul celeste, su cuarto era muy grande y su príncipe muy frío. Todo el castillo olía a viejo, su cama era demasiado blanda y sus suegros querían que vistiera siempre de amarillo. Los jardines estaban encerrados, tanta ropa le picaba y el príncipe dormía y dormía. Porque el príncipe gastó todas sus energías en encontrarla y ponerle las zapatillas. De ahí para delante todo su amor fue para ellas. Quería, mejor exigía, que las tuviera puestas la mayor parte del día. Cuando se levantaba, cuando se acostaba, cuando había invitados y cuando no los había. A veces excenicienta se quitaba una de sus zapatillas y tomaba de un licor tornasolado que ocultaba en el tacón. Otras veces se escondía muchas horas en el baño, alegando cólicos estomacales, jaquecas o malestar general, todo ello para poder estar sola y quitarse las incomodas y exasperantes zapatillas.

Las circunstancias anteriormente descritas, ese extraño amor por las zapatillas, aunado al hecho de que el príncipe no tenía sentido del humor ni del amor y sus nalgas eran muy blancas y escurridizas, comenzaron a hacerle interminables las noches y los días. No es que fuese malo su consorte, simplemente la aburría.

Su hada madrina, quien al parecer también tenía problemas matrimoniales con una amiga, no había vuelto a aparecer desde la última vez que le había propuesto que la convirtiera en bailarina descalza y gitana y la dejara en un bar en Samarkanda.

La excenicienta cavilaba y cavilaba mientras sus zapatillas chirriaban.

- Me iré de este castillo donde le di un beso a un príncipe y se convirtió en un sapo y buscaré un sapo para darle un beso y que se convierta en príncipe. Soñaré un dragón de aliento caliente para que me quite este frío, me moriré rápido para poder renacer temprano, buscaré otras zapatillas y se las dejaré de regalo al príncipe, le imploraré a mi hada madrina que regrese y me saque de este lío en que me ha metido.

Finalmente un día bajó descalza al comedor, se despidió de su consorte y su familia y caminó tranquila hasta la puerta de salida. En su cuarto dejó una nota al lado de las zapatillas: Lo que se pone, se quita.