sábado, noviembre 03, 2007

Cien maneras diferentes de construir lo que no existe


1. Tirar de la cuerda

Ha llegado la hora de tira de la cuerda,
de hacer bajar la cometa,
para subir, paso a paso, usando las escaleras.

Yo mismo


Subir es cómodo si usas una cometa. Te quedas parado sobre la hierba, sonriendo al sol que te acaricia y buscando que el viento te ayude para que ese retazo de papeles y colores vaya tomando altura. Y tú la miras desde acá, plácido, y jalas de la pita y ves cómo asciende, y si te sitúas del lado que es, la cometa llegará muy alto. Y compartes el júbilo con la Carlota, o con el pequeño Wilson, con tu papá, que alguna vez te enseñó eso que hoy disfrutas con él; o con todos ellos juntos y con tu perro. Yo prefiero hacerlo solo, pero igual me divierto. Es una faena elemental, fácil de aprender y divertida. Tiene luz, tiene cielo, tiene espacio, tiene sonrisas. Y tú haces poco esfuerzo, y te diviertes.

Subir las escaleras es otra cosa. No tienes sol, no tienes cielo, no tienes viento, tienes que hacerlo. Porque en tu edificio no hay ascensor, porque se dañó, porque no llega (es sábado y como de costumbre hay alguien de trasteo), porque es tarde y ya tienes que estar en una cita, en tu escritorio, en la ventanilla 17, en la silla del dentista, en la cama de Jimena. Haces el esfuerzo, el corazón late, los músculos se estiran, los músculos se contraen. Sabes que habrá luz, que habrá cielo, que habrá de pronto sonrisas, pero miras el aviso y dice 304 y vas para el 1207. Sudas. Insistes, escalón tras escalón, paras y te pones las manos sobre las rodillas y abres la boca para recibir aire, está oscuro. Un piso más, solo un piso más y faltará un piso menos. Te imaginas abriendo la nevera y sirviéndote un buen vaso de jugo de mango. Jimena te llama desde la alcoba.

Las cometas son lindas, pero para llegar arriba es preciso usar las escaleras.

2. Ahora si, tirar de la cuerda

Esta mañana, como todos los sábados, salí a caminar, una hora, entre semana también lo hago, pero solo media hora, o a lo más cuarenta minutos, o monto en bicicleta estática… pero ese no es el tema. El asunto es que aprovecho las caminatas para pensar. Un amigo me dijo que diseñar es pensar, en algún lado leí que escribir es pensar, todo eso es cierto, pero caminar también es pensar.

Pues bueno, esta mañana de sábado, pensando mientras caminaba hacia acá (acá es acá, no importa dónde), me dije que lo importante era comenzar a tirar la cuerda, y no sé por qué en ese instante me imaginé una cometa. El asunto era la cuerda, no la pita de la cometa, ni la cometa. Tirar de la cuerda, jalar la pita, hay algo amarrado al otro extremo.

Hay que cogerle confianza a la cuerda y comenzar a imaginar el monstruo amarrado al final de ella.

3. La niña de las gafas

Caminando uno piensa, pero también observa, lo cual es otra manera de pensar. He caminado tanto en mi vecindario y sus alrededores que ya nada me sorprende. Nada de lo que está quieto, sembrado, estático, quiero decir. Aunque un buen toque de luz a las cinco, una voz saliendo de una ventana, un árbol florecido, una colegiala de medias bien blancas y piernas sólidas puede sacarme de mis devaneos callejeros. Lo que me sorprende de por acá es lo que se mueve. La vida es el movimiento, decía Buonarotti ¿o era Leonardo? Bueno, uno de los dos. Se encuentra uno siempre, y menos mal, con todo tipo de humanos que lo sacan de la rutina de los pasos y los pensamientos y las calles y ¿hacia dónde camino hoy? Y cuando se los encuentra casi siempre tiene solo un instante para saborearlos.

Lo primero que me llamó la atención fue la etiqueta amarilla y roja de una botella de Águila, la cerveza nacional, una sola y estaba entre ambos, sobre una pequeña mesa metálica, en el exterior de una cigarrería de barrio. Ambos de chaqueta y pantalones de jean. El estaba sentado frente a ella y me daba la espalda. Lo siguiente que vi fue la montura metálica, plateada, casi blanca de sus gafitas redondas, las de ella. Y después sus ojos pequeñitos, desorbitados y agazapados tras unos lentes exageradamente gruesos, que parecían de esos que se usan para bucear; movió sus pupilas como aturdida cuando nuestras miradas hicieron contacto, durante menos de un instante. Y luego vi su piel roja oscura, de blanca tostada por el sol y el viento en esas barriadas que cuelgan alrededor de Bogotá. No tenía más de diecisiete años y el pelo castaño cogido atrás, largo y algo grasoso. Eso fue todo, llegué a la esquina y se salieron de mi ángulo de visión.

La imagen me apremió, me hizo buscar una historia. No eran novios, más bien parecían amigos, o primos, o vecinos que compartían una bebida luego de cumplir una misión. Había como cierta desolación entre los dos, ella estaba triste. ¿Qué hacía ese par de almas en esa mesa? ¿venían de cobrar una deuda? ¿de buscar un trabajo? ¿de dar una mala noticia?

De todas formas parecía una tarea infructuosa y tomaban una cerveza antes de volver.

sábado, diciembre 16, 2006

Teléfono público

Fotocopias – Minutos – Internet – Papelería

Por Carlos Mauricio Vega*

El tipo tenía el pelo ensortijado y muy largo, a media espalda. Llegó a la papelería preguntando por unos minutos de teléfono celular. Le dijeron que a trescientos. A su lado, sobre el pequeño mostrador, una señora canosa enrrollaba penosamente unos planos de arquitectura que acababa de fotocopiar. Un hombre de barba y maletín negro esperaba pacientemente su turno para fotocopiar unas certificaciones bancarias.

El tipo del pelo ensortijado –extremadamente joven, lleno de lunares, ambiguamente femenino– pidió marcar él mismo el número telefónico. Clavó la cabeza en el mostrador y se tapó la otra oreja con la mano libre, de manera que sólo se veía la camiseta negra que decía Iron Made, los jeans rotos y los crespos. Muchos crespos. Era difícil saber, desde esa perspectiva, si era hombre o mujer.

El hombre del maletín tomó nota mentalmente de su parecido con un futbolista argentino de los años ochentas, que se llamaba el Ratón Ayala. Hizo un gesto de impaciencia. El local era demasiado estrecho. Entre la máquina de de expender lotería automática, la fotocopiadora, el atestado mostrador y las cuatro personas, era difícil respirar. La señora del pelo canoso apenas terminaba de enrollar el tercer plano. Con delicadeza, haciendo crujir el papel, sin dejar ni la huella de un pliegue.

– ... pero por qué ... por.. ¿cómo? ... ¿no puedo? ¿Por qué? ¿No me dejas verte? No quieres... y .. entonces...
– ...
– ... y.. qué vas a hacer ... si no... si ya no...
– ...

La conversación tomaba un tono apremiante. El hombre del maletín negro –que al fin había alcanzado el mostrador y estaba quitando la grapa de lo que iba a fotocopiar– cambió de posición y se tensionó un poco.

– ... pero dónde estás... si yó solo.. yo sólo quiero... Déjame ir
– ...
– ... Pero porqué no... dímelo... porqué no puedes hoy...

Toda la papelería estaba en vilo.

– ¿Vas a ir... ahora? A la peluquería... Pero ... ¿por qué? Si habíamos... ¿no quieres verme? ¿más? Pero si... escucha...

– Claro, quieres cortártelo... pero .. y mañana.. ¿ ... la peluquería... en dónde queda la peluquería?

Todos parecieron aliviados. El aire pareció perder peso.

- ...

– Mejor dicho. Salgo para allá.

Sin esperar respuesta, el tipo de los bucles castaños devolvió instantáneamente el teléfono –que estaba atado con una cadena- y preguntó de nuevo, a voz en cuello, que a cómo salía el minuto de celular. “A trescientos”, le contestó la muchacha del mostrador. “Es decir que le debo.. fueron... ...¿tres minutos? ¿cuatro?”. Miraba el teléfono nerviosamente. La muchacha sonreía. “Son mil doscientos”. dijo el tipo de los bucles castaños, como si le hubieran dicho mil doscientos millones. Se palpó los bolsillos delanteros. “¿Mil doscientos?”. Lo repetía como una cifra cabalística, pero no sacaba el dinero. Ni siquiera metía las manos en los bolsillos. El hombre del maletín negro le clavó los ojos. La señora del pelo canoso, que ya había terminado de enrollar sus planos, se detuvo para mirarlo también.

- No tengo suelto. Ya te traigo los mil doscientos, dijo.

El hombre del maletín negro pagó los mil quinientos de las quince fotocopias y salió de la papelería a la calle 93B. Afuera, el tipo de pelo ensortijado pareció dirigirse a una camioneta nueva cuya conductora esperaba a alguien con el motor encendido. El hombre del maletín negro los miró alternadamente, como si estuviera en la filmación de un thriller de asaltos bancarios. El tipo de los cabellos rizados cambió de foco la mirada y gritó “¡Jorge! ¡Présteme mil doscientos!”. Siguió caminando lentamente calle abajo. “¡Jorge!”, volvió a gritar.

Pero no había ningún Jorge. Súbitamente, el tipo del pelo ensortijado echó a correr como si fuera el Ratón Ayala. Se echó un largo pique, de cien, doscientos metros, toreando carros, saltando semáforos. Torció por la carrera 14 hacia el sur. El hombre del maletín negro lo miró perderse entre la gente, continuó su camino. Pero de repente frenó, y se devolvió a la papelería.

- Oiga, le dijo a la niña del mostrador. Déjeme ver su teléfono. Mire, aquí está el último número marcado. Llame y diga que el tipo que va para la peluquería se robó la llamada.

A la muchacha del mostrador le brillaron los ojos.

- Yo pago- dijo el hombre del maletín negro.

* Periodista y escritor bogotano.

viernes, mayo 05, 2006

Cíclope en procesión

Por Betty Boop*

Eso fue lo que pasó: se levantó por fin erecto. Y como venía sucediendo casi a diario, pensó en Ivone. Tantos años de noviazgo y sin más ni más, lo cortó. Se largó con otro como dirían las mamás, y eso lo afectó. Y esa mañana erecta, se levantó y vio su reflejo en el espejo y confirmó lo que Luis Fernando le dijo la noche anterior: “uy hermano usted se envejeció; le estoy viendo una pata de gallina grande guevón”.

Tenía razón, pensó.

Había pasado un año desde lo de Ivone y aún no se recuperaba del todo. Ya había superado la peor parte pero la tuza seguía vivita y él se sentía como en una prisión. Se dijo así mismo que no era muy buena idea ser un recién echado cercano a los cuarenta y ocho. No. Ese no era un buen augurio. Pero esa mañana estaba erecto; la primera vez en un año. Y se lo miró como quien mira una verruga. “Existes maricón –le dijo– pensé que te habías quedado hibernando”. Se lo empujó un poquito, se lo acarició y Cíclope se estremeció.

Media vuelta y pa´lacama, pensó. Y el boxer se lo rozaba un poco. Y comenzó a pasar revista a los mejores polvos, que no son necesariamente los de las novias, ni siquiera los de las amigas. A veces una clandestina puede llevarse el cetro de oro y caucho. Y Cíclope se concentró y enfocó la procesión en plano medio invertido: de la cabeza del pubis hacia abajo, y de los pies hacia arriba.

Imaginó a Carolina con su vientre suave color canela y olor a costa caribe colombiana. Ombligo hundido no sin antes curvearse eróticamente y posar de voluptuoso; pubis canela, extendido y húmedo. Se acordó de cómo gozaban. Hasta pensó que eso, a la larga, era puro encoñe y Cíclope se tensó y se arqueó un poco hacia arriba; y se lo comenzó a friccionar y casi se viene pero cambió el ritmo. Y se le cruzó Ximena, que con su equipaje de mojigata del Femenino terminó embarazada de cualquier hijo de vecino en Santo Domingo, Antioquia, pero se la chupaba delicioso, y no era ni mal polvo, pensó.

Pensó que a veces las ex novias son de colores: azul con naranja; blanco pálido con carmesí; morado con rosado; negro con rojo. Otras son encuentros de bar, salsa y sudor, champeta y vallenatos. Otras son sólo polvo con buenas piernas, tetas y calzoncitos bikini.

Y apareció Ivone en el plano medio invertido, pero rápidamente Cíclope dio cabrilla, la esquivó y no pudo evitar acordarse de Marcela. La bella Marcela. Cuánto no la deseó; quería comérsela a toda hora. ¡Qué piernas! ¡Y qué estatura! ¡Qué cara! Y el pelo: rubio, lacio y perfumado; siempre perfumado. Imaginó su cabeza entre sus piernas largas, con bellos rubios, y por una milésima de segundo imaginó su pubis, porque en esa oportunidad la inexperiencia no lo dejó coronar.

A la hora de la verdad, como clásico macho se sabe de memoria el guión de lobo feroz; de antagonista, el de perro, el insensible, el macho a fin de cuentas. Y por el resquicio de la culpa de haber perdido a Ivone se le metió la novia del Simpson. Qué hembra, pensó. Desde el principio se miraron con ganitas. Una noche en medio de una reunión en la cocina, con la excusa del hielo, él alcanzó a meterle la mano entre el brassier y le sintió unas tetas suaves, más bien grandecitas, tibias. Y alcanzó a sobárselas un ratito antes de que entrara el Simpson, ingenuo de todo. La segunda vez, en el Carmen de Apicalá, el Simpson se pasó de tragos; el muy guevón –pensó–, y estando en la piscina le acarició el pubis y ella se dejó y jadeó hasta que llegó algún inoportuno del combo, y se acabó la maratón.

Y no aguantó. El semen lo salpicó. Siempre es que un año de prisión es mucho tiempo, bendita eyaculada. Mi Dios tenga bien cuidadita a Ivone y que brille para las exnovias la luz perpetua, suspiró.

*Esta es la bajada de calzones de una comunicadora llena de energía, desenfado e imaginación. Betty Boop acaba de cumplir cuarenta y es una bacanería.

lunes, enero 23, 2006

Primeras menciones de las martas

Por Gustavo Reyes*

Las martas cibelinas no van a cine, pero eso no debería servir como pretexto para incubar prejuicios en su contra. No, a ellas hay que verlas como lo que son: dramas radiantes de clima frío. Las martas son fieles a sus costumbres abisales y jamás se les verá por tanto en un autódromo o en el infierno, y mucho menos en discusiones bizantinas. Se dice que una de ellas estuvo esperando el bus del colegio durante catorce años en la misma esquina, sin perder jamás -todo lo contrario- la paciencia, ni el albo brillo de su pelaje, refulgente como fibra óptica.

Las primeras menciones de esta raza inmemorial datan del siglo III a. de C. Fosfato de Ambar las registra como antagonistas en los versos de la desaparecida Pesadilla Acondicionada, de Calístenes: “Dirigieron entonces sus dentelladas al derrengado filósofo, de cuyo cuerpo quedaron apenas los arbitrarios ojos”, reCITA el inmortal Supra Batán a su amante esclava, recordando la horripilante Noche de las Martas Cibelinas en Promoción. Carrefour. Canto XVI. Su proverbial predilección por las mujeres deriva precisamente de una insaciable afición por hombros y pechos, de toda la infinita morfología de sus víctimas el más apetecible bocado.

En el soberbio retrato de Madame Recamier, Ingres capta con insuperable realismo a una marta cibelina en el monstruoso acto de devorar los indefensos hombros de madame. El hecho es brutal, paralizante, y forma parte de la galería de la gran pintura del horror al lado de los Fusilamientos de mayo de Goya, el Guernica, de Picasso, y La guerra, del Aduanero Rousseau.

Refiriéndose a la manía secular de copias y robos entre artistas que, no obstante, no se constituyen plagios, Arthur C. Danto cita el caso de Sofonisba Anguissola. Allí –seguramente el propio Danto lo ignora– nos es revelada la pasmosa capacidad de las martas cibelinas de infiltrarse en el pasado. "La misma Sofonisba –dice el crítico– fue ampliamente copiada: su retrato de Isabel con una "piel para pulgas" –una piel de marta que se llevaba para atraer las pulgas que de otro modo podían atacar a quien la llevaba– fue el retrato copiado más veces en España, y su copia más famosa fue la de Peter Paul Rubens, quien la visitó en su vejez en Génova". Los comentarios sobran.

Jahn Van Dido, del Instituto de Estudios Comparados de la Haya, en el Anuario Enciclopédico de 1999 atribuye a las martas la invención de la banca moderna. Según éste, a ellas se debe no sólo la concepción del PIB sino también los intereses múltiples y los talonarios de cheques.

Cabe señalar que el lamento de las martas es fonográfico, y nadie que lo haya escuchado podrá recordarlo. Durante milenios el buril de la naturaleza ha ido perfeccionando a estos seres incomprensibles hasta el punto que su andar e incluso su mirada han devenido símbolos de fortuna y status.

Al igual que los ancianos, las martas en general carecen de fe, y durante los días de fiesta resulta usual verlas recorrer los edificios vacíos en busca de respuestas concretas. Aparte su innata vanidad epidérmica, existen pruebas de una insaciable voracidad, que les ha llevado a reunirse en manadas para atacar con sus flexibilísimas pieles erizadas el ritmo y, en casos extremos, las tinieblas del corazón.

Hoy resulta prácticamente imposible encontrar un peletero que se niegue a establecer correspondencia con cualquiera de las casas fiscales de martas cibelinas en las grandes capitales del mundo. Merced a ello se sabe que su sangre es escarlata, aunque haya quien asegura que despide tonos inyectados mientras discurre.

* Yo, Gustavo Adolfo Reyes Rodríguez, nací en Bogotá el 11 de octubre de 1950. Pocos años después ingresé a un kinder y a partir de entonces estuve en plan de alumno hasta pasados los 23. Luego del colegio, entré, otra vez como discípulo, en el taller del maestro David Manzur; pero acabé siendo comunicador social, sin que ello redujera mi amor por la plástica en absoluto.

Como periodista he trabajado para diarios, revistas, radio y noticieros de televisión, fungiendo como entrevistador, jefe de redacción, presentador, reportero, investigador, redactor internacional, cronista, corresponsal y comentarista literario. A lo largo de algo más de un año hice comentarios y reseñas del movimiento plástico en Bogotá, para el Noticiero Cultural de Radio Nacional. En 1983 viajé a Europa con la intención de una novela, que finalmente escribí entre París, Barcelona y San Esteve Sesrovires.


sábado, diciembre 10, 2005

Otro cuento de hadas

Por Maín Suaza

La excenicienta se cansó de caminar por el castillo con sus zapatillas de cristal tornasolado adornado con pedrería. Para ir de sus habitaciones privadas hasta el inmenso comedor donde comía, tenia que oir tres mil veces un tintineo monótono que le crispaba los nervios y la enloquecía. Tres mil tintineos tres veces al día. Tres mil tintineos tres veces al día, trescientos sesenta y cinco días. Lo peor era el miedo a que en el momento menos pensado por un movimiento involuntario, una distracción, un objeto atravesado, un piso liso, el desgaste por el uso, etc., se quebraran sus zapatillas y ahí si la cosa se pondría complicada ya que los pies era lo único que tenía para correr hasta la puerta y salir corriendo sin mirar ni para atrás ni para arriba.

Porque se aburría. Todas las paredes del castillo estaban pintadas de azul celeste, su cuarto era muy grande y su príncipe muy frío. Todo el castillo olía a viejo, su cama era demasiado blanda y sus suegros querían que vistiera siempre de amarillo. Los jardines estaban encerrados, tanta ropa le picaba y el príncipe dormía y dormía. Porque el príncipe gastó todas sus energías en encontrarla y ponerle las zapatillas. De ahí para delante todo su amor fue para ellas. Quería, mejor exigía, que las tuviera puestas la mayor parte del día. Cuando se levantaba, cuando se acostaba, cuando había invitados y cuando no los había. A veces excenicienta se quitaba una de sus zapatillas y tomaba de un licor tornasolado que ocultaba en el tacón. Otras veces se escondía muchas horas en el baño, alegando cólicos estomacales, jaquecas o malestar general, todo ello para poder estar sola y quitarse las incomodas y exasperantes zapatillas.

Las circunstancias anteriormente descritas, ese extraño amor por las zapatillas, aunado al hecho de que el príncipe no tenía sentido del humor ni del amor y sus nalgas eran muy blancas y escurridizas, comenzaron a hacerle interminables las noches y los días. No es que fuese malo su consorte, simplemente la aburría.

Su hada madrina, quien al parecer también tenía problemas matrimoniales con una amiga, no había vuelto a aparecer desde la última vez que le había propuesto que la convirtiera en bailarina descalza y gitana y la dejara en un bar en Samarkanda.

La excenicienta cavilaba y cavilaba mientras sus zapatillas chirriaban.

- Me iré de este castillo donde le di un beso a un príncipe y se convirtió en un sapo y buscaré un sapo para darle un beso y que se convierta en príncipe. Soñaré un dragón de aliento caliente para que me quite este frío, me moriré rápido para poder renacer temprano, buscaré otras zapatillas y se las dejaré de regalo al príncipe, le imploraré a mi hada madrina que regrese y me saque de este lío en que me ha metido.

Finalmente un día bajó descalza al comedor, se despidió de su consorte y su familia y caminó tranquila hasta la puerta de salida. En su cuarto dejó una nota al lado de las zapatillas: Lo que se pone, se quita.